“El poeta de los cien lauros, hijodalgo como hijo de sus obras y padre de sus
glorias” [Augusto Guzmán, 1967], ilustrísimo señor doctor don Javier del Granado
y Granado, nació en la ciudad de Cochabamba, corazón de la patria, situada a
2570 metros sobre el nivel del mar, valle por milagro de Dios y capital
literaria de la República de Bolivia. Fueron sus padres el ilustrísimo señor
doctor don Félix Antonio del Granado y la señora doña Antonia del Granado Roca,
pertenecientes a familias ilustres de las ciudades de Cochabamba y Santa Cruz de
la Sierra respectivamente.
Uno de sus ilustres antepasados, fue el profesor doctor don Santiago María del
Granado y Navarro Calderón, catedrático de prima de medicina en el Real Colegio
de Cirugía de San Fernando de Cádiz, I conde de Cotoca, un benefactor de la
humanidad que trajo la vacuna a una América apestada de viruela. Descendiente
por vía materna de la honorífica y antiquísima casa Calderón, siendo por ello
familiar directo de aquel varón legítimamente digno de veneración universal y
gloria, que ilustró el Siglo de Oro español con sus producciones maravillosas,
tan emuladas como inimitables, el dramaturgo y poeta don Pedro Calderón de la
Barca.
Sin detenernos a historiar la nobleza reconocida de los Granado, ni de las
generaciones españolas anteriores a su trasplante a América, cabe destacar que
don Santiago se dedicó con brillo a manejar la pluma a la par que el bisturí. El
tatarabuelo de don Javier llegó a la Villa de San Lorenzo el año 1785 al
servicio de Carlos III como médico y cirujano en la Tercera Partida Demarcadora
de Límites con la colonial del Portugal, con nombramiento del virrey Loreto, en
cuyo servicio permaneció sin interrupción hasta su disolución el año 1801.
Contrajo matrimonio con doña Rosa Flores y Durán, hija del pacificador del Perú
don José Ignacio Flores de Vergara y Ximénez de Cárdenas, quien fue gobernador intendente de Moxos
desde 1772 y presidente de la Real Audiencia de Charcas en 1781-1786.
En 1810, durante la invasión de las tropas napoleónicas, en premio a sus
servicios, la Junta Central gubernativa del reino le otorgó honores de Médico de
Cámara de Su Majestad y le hizo distinción nobiliaria. Años después, el propio
Fernando VII, reintegrado en el trono tras la victoria sobre los franceses,
derogaría muchos de los decretos de las Cortes, pero no derogó este
reconocimiento basado en méritos extraordinarios en favor del reino. El virrey
Liniers había informado sobre los valiosos servicios a la Corona de este galeno
y de su amplia dedicación a la filantropía y las obras humanitarias en las
dilatadas provincias del Alto Perú en julio de 1809, en un legajo de más de 300
hojas conservado en el Archivo General de Indias.
Hijo suyo fue el ilustrísimo señor doctor don Juan Francisco Régis José del
Granado y Flores de Vergara, II conde de Cotoca, nacido en la misma capital oriental el año 1796.
Estudió medicina en la Universidad Real y Pontificia de San Marcos de Lima y de
acuerdo al Diccionario biográfico médico hispanoamericano, publicado por La
Academia Nacional de Medicina de Caracas, Venezuela: “Es considerado el primer
médico que recibió las licencias generales del Protomedicato de Bolivia para
poder ejercer su profesión en los albores de la República de Bolivia”. Se tituló
de médico cirujano en Lima el 12 de abril del año 1825, cuatro meses antes de la
fundación de la república boliviana. En 1830 el gobierno boliviano lo designa
director del Hospital San Juan de Dios, de la ciudad oriental de Santa Cruz de
la Sierra.
Juan Francisco fue una de las figuras literarias representativas del
Romanticismo boliviano en la primera mitad del siglo XIX. El año 1841 es
admitido a la Sociedad Literaria en reconocimiento a su actividad literaria,
como poeta. Contrajo matrimonio con doña Manuela Capriles y Canals en la ciudad
de Cochabamba y frutos de esta unión matrimonial fueron: el ilustrísimo,
excelentísimo, y venerable siervo de Dios señor doctor don Francisco María
del Granado y Capriles, obispo de Cochabamba y arzobispo de La Plata; el doctor
José Antonio del Granado y Capriles, catedrático de medicina de Universidad Real
y Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca, quien tomó por esposa en la
ciudad de Santa Cruz de la Sierra a la señora doña Amelia Roca Cuéllar: hija de
este matrimonio fue la madre del poeta; y el ilustrísimo señor doctor Félix
María del Granado y Capriles, III conde de Cotoca, quién tomó por esposa en la
ciudad de Cochabamba a la señora doña Julia Tardío y Paz Soldán: hijo de este
matrimonio fue el padre del poeta.
“El Tata” Granado, como es conocido por el devoto pueblo boliviano que lo ha
venerado sin descanso por más de un siglo, tuvo fama de santo ya en vida. Fue
uno de los más grandes oradores sacros nacidos en América. Sus discursos, por la
riqueza de su idioma, su mensaje teológico y su profundidad filosófica, se
constituyeron en piezas clásicas de la literatura sacra. Predestinado por su
talento natural a la vida religiosa y al cultivo de las letras, ingresó al
Colegio Seminario de la Diócesis de Cochabamba, donde fue respetado, querido y
admirado por sus colegas, gracias a su talento, su caridad y la austeridad en
sus costumbres.
El joven Del Granado, cuya pujante inteligencia brillaba cual estrella en el
firmamento, recibió la unción sacerdotal a la corta edad de 24 años, después de
graduarse en forma sobresaliente como doctor en teología.A los 33 años se lo
exaltó a la sublime dignidad del episcopado, donde demostró poseer todas las
cualidades y virtudes del santo. “Era grave, sobrio, casto, prudente, dulce y
afable” [monseñor Jacinto Anaya]. El tirano general Mariano Melgarejo sentía por
él profundo respeto y admiración y a pesar de no comulgar con sus ideas, ni
seguir sus doctrinas, no se opuso a su nombramiento. El obispo fundó varias
instituciones de bien social, destacándose entre estas la Casa de las Hijas de
María o asilo de huérfanas. Hablaba igualmente con los ricos que con los pobres,
sus palabras llenas de amor y su presencia infundían paz y tranquilidad al
moribundo, devolviéndoles la fe y la esperanza, permitiendo a aquellos rostros
atormentados y sufridos adquirir el descanso interior que tanto habían buscado,
acompañándolos en medio de los acordes celestiales en su último viaje al reino
de los cielos.
Todos sus sermones, pero especialmente el denominado “Sermón de las tres horas”,
pronunciados los viernes Santos en catedrales bolivianas, peruanas, ecuatorianas
y argentinas, conmovían el alma del más ateo. Cuando del Granado hablaba desde
el púlpito a los feligreses se transfiguraba, se agigantaba y sus labios vertían
la palabra de Dios; sus oraciones eran el verbo y su mensaje tenía tanta fuerza
persuasiva, que convencía, conmovía y deleitaba. Pero los dones más bellos de su
vida fueron su caridad y su humildad, comparables solo a las del otro Francisco,
el santo nacido en Asís.
El obispo repartió su riqueza entre los pobres y sus ingresos económicos los
utilizó íntegramente en obras de beneficencia. No pasó mucho tiempo sin que su
fama volara por todo el territorio nacional, y atravesando fronteras y cruzando
continentes, llegó a Roma. Recibió toda clase de honores y distinciones durante
su vida, fue obispo por 27 años y su muerte fue tan linda como su breve paso por
la tierra. Predijo que esta llegaría antes de que cumpliese sus 60 años y cuando
llegó la hora de su partida, pidió a dos hermanitas que lo cuidaban que lo
ayudaran a arrodillarse porque los ángeles venían a recogerlo y él no se sentía
digno de partir hacia Dios si no estaba hincado. Elevó sus ojos al cielo, sintió
a Jesús dentro del pecho y estalló su corazón dentro el cáliz de su cuerpo. Su
alma, consagrada en hostia, se elevó al cielo, como si fuese ésta su última
plegaria.
La noticia de su muerte sacudió la tierra con la violencia de un terremoto, la
fuerza de un huracán y el estruendo de los rayos. La gente lloraba y colocada en
líneas interminables, le rindió su último tributo, desfilando por varias horas
frente a su catafalco; el obispo muerto parecía más grande y más santo. En medio
del pesar popular y la angustia colectiva fue embalsamado y enterrado
solemnemente en la catedral de la ciudad de Cochabamba, dentro de una de las
columnas que sostienen la casa de Dios, convirtiéndose de esta manera en uno de
los pilares que sustentan la religión católica. Su tumba velada por la Virgen y
los ángeles del cielo, lleva en su cubierta de mármol el siguiente epitafio,
escrito por el poeta don Benjamín Blanco:
“Sublime caridad brilló en su pecho
en su palabra celestial doctrina,
fue para su virtud el mundo estrecho
y alzó su vuelo a la mansión divina”.
Su sobrino, el excelentísimo señor doctor don Félix Antonio del Granado Tardío,
recibió educación intelectual y cristiana de manos del obispo, heredando las
virtudes de éste. El obispo plasmó su alma y forjó su cuerpo, mostrándole el
camino de la luz y de la vida. Nació en la ciudad de Cochabamba el 13 de junio
de 1873. Cursó estudios en su ciudad natal, donde se recibió de abogado a los
veintiún años. A esa edad fue nombrado secretario privado del presidente Mariano
Baptista y posteriormente desempeñó funciones como profesor universitario,
rector de la Universidad Mayor de San Simón, prefecto del departamento de
Cochabamba, presidente del Centro Patriótico Boliviano, ministro de instrucción
pública y agricultura en el Gobierno del presidente Bautista Saavedra y ministro
de educación en el Gobierno del presidente Hernando Siles.
En el ejercicio de ese cargo, fundó las Academias Bolivianas de la Lengua y de
la Historia. El año 1929 ocupó, por segunda vez, el cargo de prefecto del
departamento, cargo que dimitió al haber sido elegido presidente del Honorable
Consejo Municipal y primer alcalde de Cochabamba. El sueldo que le correspondía
lo cedió en beneficio de la comuna. Fue individuo de número de la Academia
Boliviana de la Lengua, correspondiente a la Real Academia Española, miembro de
la Academia de Ciencias y Artes de Cádiz, IV conde de Cotoca, comendador de la
Orden de San Silvestre Papa y caballero de la Orden militar de San Juan de
Letrán. Poco antes de la revolución del 1930, fue designado embajador de Bolivia
ante La Santa Sede. Falleció el 11 de julio de 1932 y el pueblo boliviano le
tributó un grandioso homenaje póstumo. Su hijo Javier habría de escribirle este
cuarteto en su libro Rosas pálidas.
“De su cerebro la radiante estrella
vertió en sus obras nítido fulgor.
Dejó al marcharse luminosa huella
y un inmenso vacío alrededor”.
Del Granado fue autor de varias obras literarias entre las que destacan Prosas y
Ensayos literarios, pero la mejor obra de su vida fue el nacimiento de su hijo
Francisco Javier, quién vino al mundo el 27 de febrero de 1913. Su nombre
“Javier” quiere decir brillante y “del Granado” lo más selecto, lo más escogido.
No podían haberlo bautizado con mejor nombre a este niño predestinado, que nació
no solo para honra de su familia y gloria de Bolivia, sino para ser
transportando en cuerpo y alma por la Musas del Olimpo al parnaso universal. Y
como dijera de él, el presidente de la república general René Barrientos, en uno
de sus discursos: “del Granado dio más gloria a Bolivia que todas las glorias
obtenidas por nuestros ejércitos”, para manifestar más adelante: “Y así el
turpial de Cochabamba, se convirtió en el ruiseñor de América”.
El hogar donde nació y creció fue un santuario de espiritualidad, una
universidad de cultura y un templo del saber. Desde muy niño, estudió las
Sagradas Escrituras y se distraía leyendo el Quijote de la Mancha. Javier desde
muy niño se dedicó al cultivo de las letras. Ya en el Colegio Cristiano de los
Hermanos de La Salle, empezó a escribir como colaborador de la revista Estrella.
Durante su quehacer literario, a diferencia de otros poetas que se ocuparon más
sobre temas de la mitología griega, latina y germana, cantó a su tierra.
Porfirio Díaz Machicao dice de él: “Valle de sazonado fruto es la poesía de
Javier del Granado, que lleva en el canto, un privilegio de expresión,
inigualado, neto y noble. Existe en él una unidad de hombre, valle y tierra,
como quien dice, de savia y flor. El aroma es su verso, producto de exquisitos
injertos. Su canto es desborde bravío, su verso sollozo de árboles, su ruego es
estridencia de ríos, su poesía perfecta y brillante, valle, valle y siempre
valle, el valle de Javier del Granado. ¿Que puede faltar a esta poesía valluna?
Nada: “saeta de trinos, corazón de la aurora, plegaria de la tierra, madrigal
cuajado de rocío” [Javier del Granado]. Sus valores se imponen de inmediato:
“paloma de serranía, oro de las espigas, surcos preñados de lumbre, hombros de
nardo, trino de los chihuacos” [Javier del Granado]. En fin su creación
metafórica es tan sublime y vasta, que de inmediato se descubre en ella, al
maestro de una poesía depurada e inteligente, que en su conjunto constituyen una
verdadera joya literaria, haciendo de este hombre un verdadero Maestro del Gay
Saber”.